Unas cuantas veces en mi vida he experimentado momentos de una claridad meridiana. En los que durante unos breves segundos, el silencio ahoga el ruido y puedo sentir en lugar de pensar. Todo parece muy definido, el mundo claro y fresco como si todo acabara de nacer.

lunes




Recuerdo con tanta claridad ese momento Robert… Pequeñas gotas caían sobre nuestras mejillas, apenas vislumbrábamos luz del día, la marabunta de gente nos balanceaba y un joven con sombrero azul bailaba como si fuese el último día de su vida. Nos cogimos la mano, mientras fumábamos un cigarrillo y disfrutábamos de un silencio inexistente provocado por la pausa del tiempo, en la que solo se escuchaba a Andrew VanWyngarden y tu sonrisa, que hablaba por si sola.

Y el comienzo de este recuerdo me ha venido en el autobús y me he sentido pequeña y asustada. He intentado buscar un calor en otros, pero no lo consigo, o al menos no el mismo que encontraba en ti. Y tengo tantos sentimientos mezclados que aunque mi propósito sea escribirlos no logro conseguirlo.

El muchacho que yo había conocido era tímido y tenía dificultad para expresarse. Le gustaba dejarse llevar, que lo cogieran de la mano para entrar sin reservas en un mundo distinto. Era masculino y protector, pese a ser femenino y sumiso. Meticuloso en su vestuario y modales, también era capaz de un desorden atemorizante en su obra. Sus mundos eran solitarios y peligrosos, y vaticinaban libertad, éxtasis y liberación.
A veces, me despertaba y lo encontraba trabajando a la débil luz de velas votivas. Retocando un dibujo, girándolo en esta o aquella dirección, examinándolo desde todos los ángulos. Pensativo, absorto, alzaba la vista, me veía observándolo y sonreía. Aquella sonrisa primaba sobre cualquier otra cosa.

Hoy solo quiero volver a sentir esa sonrisa que habla por si sola.

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