Pasó un vagón con ruedas escarlata y carrocería amarilla, nuevo flamante. "¡Espléndido! -dije-, qué bueno es estar vivo, cuando la belleza pela la dura cáscara de la vida". Y tú dijiste: "¡Espléndido!". Y pensé que habías visto ese vagón brillando calle abajo; pero miré y vi que tu mirada había caído sobre un niño que atizaba puntapiés
a una obscena inmundicia marrón.
Nuestras almas son elefantes, pensé, aisladas tras estrechos barrotes, con trompas que asomadas fisgonean y sobre la realidad se abalanzan; y cada cual según su dulce antojo se apodera del pastel que más le gusta dejando atrás los demás.
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